da campaña presidencial moderna se define, al menos en parte, por el último avance tecnológico en materia de información. Este año, todo apunta a que en Estados Unidos 2016 será recordado como el año de las elecciones de Snapchat, la popular app que permite compartir a unos 100 millones de usuarios en tiempo real fotos y videos que desaparecen a los pocos segundos.
Durante la campaña de 2000, la novedad fue el email, y vaya que fue un avance respecto del fax. Los candidatos podían recibir libremente mensajes en frente de los periodistas de la prensa escrita o de las agencias de noticias -que seguían dominando el relato de la campaña-, y se redujo a apenas una hora el ciclo de las noticias, que hasta entonces duraba un día entero.
La de 2004 fue la campaña del blog, y entonces los periodistas de los principales medios y los propios operadores de campaña empezaron a perder oficialmente todo control que tuvieran sobre la información política. Cualquiera con una computadora podía influir con un comentario, con una noticia.
O también, muchas veces, con filosas críticas a los políticos y los propios medios de prensa, «¡Malditos custodios de la información!».
Para 2008 ya estaba Facebook, que facilitó enormemente llegar a millones de personas de manera directa, y redujo aún más la influencia de los diarios y el periodismo televisivo. En 2012, Twitter volvió a comprimir el ciclo de la noticia a segundos y les imprimó un vértigo inusitado a las noticias de campaña.
El rol de Snapchat en la campaña de este año ha suscitado un debate. Su presencia en el ecosistema de medios es innegable: Snapchat reveló que casi el doble de jóvenes de entre 18 y 24 que vieron el primer debate republicano lo hicieron por Snapchat y no por televisión. Pero tal vez sea demasiado pronto como para decir si la popular aplicación será la que defina las elecciones de este año.
No es demasiado pronto, sin embargo, para afirmar que Snapchat es un símbolo muy representativo de 2016, y uno muy poderoso. Su existencia misma implica un giro en el modo en que las noticias y la información atraviesan nuestro ya empachado apetito político. Y eso podría tener efectos sobre el resultado de la campaña, si es que ya no los está teniendo.
Hasta ahora, los avances tecnológicos modificaban básicamente la velocidad de las noticias, pero a partir de Twitter la velocidad dejó de ser un tema. ¿Para qué más rápido que un segundo? Snapchat implica un giro de otro orden: opera sobre la longevidad de las noticias, sobre cuánto tiempo permanece en nuestras neuronas y nuestros servidores de Internet. Casi todo lo que se comparte por Snapchat, ya sea la foto de un gato o de un bullanguero acto de campaña de Donald Trump, desaparece en menos de 24 horas.
Es el enfoque opuesto al de diarios como The New York Times y otras organizaciones de noticias tradicionales que registran las noticias para la historia. Snapchat registra el aquí y ahora: se ocupa del hoy. Y mañana habrá algo nuevo que reduzca el hoy a la obsolescencia.
Los ejecutivos de Snapchat dicen que la aplicación está configurada de esa manera porque así quieren que sea y así viven sus decenas de millones de jóvenes usuarios. Tiene sentido, si se piensa en la presencia online de toda esa generación, cuya vida transcurre en un constante flujo de bytes.
Las generaciones mayores también van llegando, a medida que el consumo diario de información de los adultos se expande más allá de la televisión, la radio y los periódicos, para incluir las innovaciones antes mencionadas, como Facebook, Twitter, los SMS, Instagram, Periscope y, ahora, Snapchat.
Y ésa es la huracanada ruta mediática que tomó la campaña presidencial de este año.
Los estrategas de campaña más experimentados y sus candidatos, que suelen promocionar las candidaturas de manera metódica y haciendo los ajustes necesarios ante cualquier imprevisto, de pronto descubrieron que ya no pueden operar como siempre lo hicieron.
La campaña de Marco Rubio ingresó en temporada electoral lista para las escaramuzas del habitual ciclo de noticias. Pero sus operadores se sorprendieron al advertir que «ya no hay ciclo de noticias: todo sale de una misma manguera de incendios», como lo explicó Alex Conant, uno de los principales estrategas de Rubio. «Las noticias no paraban y al final del día todo perdía relevancia. Pasaba algo y 24 horas después ya todo el mundo hablaba de otra cosa.»
También fue víctima Jeb Bush, que esperaba tomar la delantera presentando propuestas de avanzada, con la idea de generar un prolongado intercambio y discusión al respecto. Cuando Bush desplegó un plan bastante ambicioso para reformar el sistema de becas escolares, el pobre hombre se creyó que sería el gran tema. «Me decía que era una reforma transformadora», cuenta Tim Miller, importante colaborador de campaña de Jeb Bush.
Conclusión: la idea apenas logró una modesta cobertura en los medios y rápidamente quedó sepultada por la última gracia de Donald Trump.
Trump viene dominando esta era de lapsos de atención política breves porque advirtió que si el que alimenta ese flujo constante es uno mismo, siempre se puede tapar el último problema con algo nuevo, y fomentar una precoz amnesia prematura.
Por eso es que la semana pasada The Washington Post publicó un editorial en el que les recordaba a los lectores algunas de las más descollantes declaraciones y posiciones políticas de Trump, en vísperas de un cambio de perfil en la personalidad de Trump que, según uno de sus asesores, busca mostrarlo como alguien más presidenciable.
Por supuesto que la audiencia vive en el momento. Pero a medida que los hábitos de los jóvenes cambian los de todos los demás, me acuerdo de un viejo dicho sobre aquellos que olvidan la historia. Ahora, ¿qué estaba diciendo?