La figura de Astor Piazzolla pertenece a una generación de músicos argentinos brillantes, y por los orígenes de su talento para la composición con raíces tangueras pero más tarde con una fuerte identidad propia, logró superar los escenarios convencionales y de pronto su nombre apareció acompañando producciones cinematográficas nacionales y luego también en internacionales.
Más allá de que sus temas, algunos de ellos emblemáticos, que se escucharon incidentalmente dentro de obras tanto argentinas como extranjeras, también se destacó por sus composiciones escritas por encargo, pero con igual sustancia creativa que la de sus discos, una incursión que comienza a finales de la década del 50 y tiene numerables ejemplos memorables.
Piazzolla pudo convertir sus partituras tan identificables como la de los autores clásicos, como marco de angustias porteñas, de nostalgias, que permiten hacer preguntas sin respuestas, por ejemplo porqué Segio Renán no recurrió a Piazzolla para su impar «La tregua», no obstante haya elegido a Julián Plaza, tambien bandonenista, quien supo con sus melodías hacer llorar al «fuelle».
La veta cinematográfica de Piazzolla como compositor, dicen los registros, se remonta a finales de la década del 40, cuando todavía muy joven lo llamaron para proponer algunos acordes a «Con los mismos colores» (1948), de Carlos Torres Ríos, con libreto del periodista deportivo Ricardo Lorenzo «Borocotó», una ficción relacionada con jugadores del club River Plate.
Por más que uno busca en la columna sonora de la copia de poca calidad que sobrevive en YouTube, es difícil reconocer música del Piazzolla en la incidental -y orquestada- estilo del cine clásico argentino de entonces, algunos temas ajenos, como el que da título a la película y el popular «Vamos a Belén» y solo recién aparece su autoría en «Igual que las golondrinas» con su octeto.
Tras esa primera incursión en un producto menor destinado a poner en escena a jugadores de renombre como Alfredo Distefano o Mario Boyé, siguió «Bólidos de acero» (1950), del mismo Torres Ríos en dupla con Borocotó, esta vez un relato con eje en un joven que con tenacidad de los grandes «tuercas» en aquellos tiempos llega a ser campeón de automovilismo.
«El cielo en las manos» (1950), sigue la misma rutina que las dos anteriores, hola y adios del cine para Enrique de Thomas, un relato impulsado por el actor Homero Cárpena que no es casual también escribió la letra de la canción que lleva el título y cuya música es de Piazzolla, todavía amarrado al estilo que comenzaría a dejar de lado al promediar aquella década.
Lo mismo ocurrió con «Stella Maris» (1953), esta vez dirigida Cárpena, música incidental que subraya algunos momentos épicos con trasfondo social en la vida y lucha por su duro trabajo de un grupo de pescadores, que no eluden el melodrama y los encuadres tomados prestados del cine soviético de varias décadas atrás y otras epopeyas hollywoodenses.
Recién con «Sucedió en Buenos Aires» (1954), de Enrique Cahen Salaberry comienza amostrar la impronta porteña que habría de signar toda su obra posterior. En la larga secuencia de los títulos con una Buenos Aires todavía ajustada a la arquitectura de principios del siglo XX, su música empieza ser protagonista a la par del taxista que es eje de la historia.
Un punto clave es «Los tallos amargos» (1956), de un muy joven Fernando Ayala que comienza a recortarse personalidad. La historia de un periodista mediocre que arma con un desconocido de Europa del Este una agencia de periodismo por correspondencia, paso previo a desenvolver una trama de la mejor «serie negra», le permitió a empezar a ser un nuevo Piazzolla.